28.10.12

Contra la injusticia

He leído una carta en la Vanguardia que me gustará divulgar. A menudo hemos hablado sobre la RSI, la responsabilidad social de los individuos, y la hemos definido como una dimensión ética y de compromiso en relación con la responsabilidad social de las empresas y organizaciones. De alguna manera, vendría a decir que la RSE no funcionará o no se desarrollará plenamente si no hay unos individuos que dentro de cada grupos de interés (empleados, clientes...) actúen con un sentido recto, ético, comprometido, reclamando el cumplimiento por parte de la organización, siendo ejemplo él mismo, aportando soluciones a los retos.

Demasiado a menudo nos hemos acostumbrado a no hacer valer nuestros derechos. Y así ya es impensable que pensemos en hacer valer los derechos de los demás. Son pocas las personas que formulan denuncias, sólo se quejan verbalmente, lo que no llega a ninguna parte. Y en todo caso, si pocas son las denuncias, menos aún las oportunidades de diálogo para encontrar las mejores soluciones, identificar las mejores prácticas.


El terreno de la gobernanza de las sociedades es un magnífico y poco explorado terreno para la RSE. Muchas organizaciones están aún en materias ambientales y laborales cuando a su lado la democracia se agrieta y quizás ellos tienen alguna responsabilidad por acción u omisión. La RSE se ha ido consolidando en los temas más fáciles, pero aún no ha sabido escalar por las laderas de algunos grandes temas. Siempre queda la excusa de decir que esto sería entrar en política cuando de hecho la inacción sí es hacer política por consentimiento. El fascismo del siglo XX fue posible por complicidades y por silencios, por intereses y por omisiones, por acción y por dejadez.


La carta que leeréis a continuación nos habla de la universidad, de la actitud (activa) de un profesor y de la actitud (pasiva) de unos alumnos. Hoy, como en el siglo XX, una de las grandes responsabilidades de las empresas y las organizaciones en general es hacer prevalecer la democracia. No sólo desde un punto de vista formal. Hacer que la cultura del país sea plenamente democrática. Y esto se hace posible introduciendo valores de cultura democrática avanzada en la vida empresarial, lo que supone una ventaja competitiva en elementos como la captación de talento. Pero también haciendo valer los valores y las formas democráticas en la arena social, y no aceptando las formas predemocráticas o las manifestaciones violentas.


Si las empresas y las organizaciones empresariales se mojaran más algunas cosas no pasarían. No hay que ir entrando a responder cada provocación por parte de personajes de mentalidad caduca que proclaman que habría que enviar el ejército en caso de que Cataluña optara por autodeterminarse democráticamente y pacífica, por ejemplo. Pero sí sería bueno, como ya ha empezado a pasar, que las organizaciones empresariales catalanas emitan un mensaje en positivo en el sentido de que las empresas están por la democracia y que aceptarán lo que la sociedad exprese. Toda una lección y un ejemplo de responsabilidad social, de responsabilidad ante los retos que plantea la sociedad y la coyuntura.


Por cierto, sobre la carta que leeran a continuación: espero que sólo sea una especie de cuento o que, si es un caso real, Juan fuera un actor. No es necesario forzar de hacer pasar un mal rato a nadie aunque el aprendizaje valga la pena...


Contra la injusticia
Cartas | 24/08/2012
RAMON MASAGUÉ
Barcelona

Una mañana, cuando nuestro nuevo profesor de Introducción al Derecho entró en la clase, lo primero que hizo fue preguntarle el nombre a un alumno que estaba sentado en la primera fila: "¿Cómo te llamas?" "Me llamo Juan, señor". "¡Vete de mi clase y no quiero que vuelvas nunca más!", gritó el desagradable profesor.

Juan estaba desconcertado. Cuando reaccionó, salió de la clase. Todos estábamos asustados e indignados, pero nadie dijo nada. "Está bien. ¡Ahora sí! ¿Para qué sirven las leyes?". Seguíamos asustados pero, poco a poco, comenzamos a responder a su pregunta: "Para que haya un orden en nuestra sociedad". "¡No!", contestaba el profesor. "Para cumplirlas". "¡No!". "Para que la gente mala pague por sus actos". "¡No!". "Para que haya justicia", dijo tímidamente una chica. "¡Por fin! Eso es... para que haya justicia. Y ahora, ¿para qué sirve la justicia?". Todos empezábamos a estar molestos por esa actitud tan grosera. Sin embargo, seguíamos respondiendo: "Para salvaguardar los derechos humanos". "Bien, ¿qué más?", decía el profesor. "Para discriminar lo que está bien de lo que está mal". "Para premiar a quien hace el bien". "No está mal, pero respondan a esta pregunta: ¿Actué correctamente al expulsar de la clase a Juan?" Todos nos quedamos callados, nadie respondía. "Quiero una respuesta decidida y unánime". "¡No!", dijimos todos a la vez. "¿Podría decirse que cometí una injusticia. Sí. ¿Por qué nadie hizo nada al respecto?" "¿Para qué queremos leyes y reglas si no disponemos de la valentía para llevarlas a la práctica? Cada uno de ustedes tiene la obligación de actuar cuando presencia una injusticia. ¡No vuelvan a quedarse callados nunca más! Vete a buscar a Juan".

Aquel día recibí la lección más práctica de mi clase de Derecho. Cuando no defendemos nuestros derechos, perdemos la dignidad y la dignidad no se negocia.